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Ramón Saizarbitoriaren alde

Tenemos que remontarnos bastante lejos en la memoria colectiva para comprender aquellos tiempos en los que, el euskera, la lengua vasca, era vivida y contemplada con distancia y desde la distancia.

14/12/2016

Tenemos que remontarnos bastante lejos en la memoria colectiva para comprender aquellos tiempos en los que, el euskera, la lengua vasca, era vivida y contemplada con distancia y desde la distancia. Son tiempos que ya no están al alcance del recuerdo de los más jóvenes. El euskera era un mito inextricable, era la lengua de Aitor, era la lengua cuyo origen se remontaba al mismísimo origen de los tiempos, lengua noble de gentes hidalgas, lengua pura de gentes puras, tan pura como prácticamente inservible. Parecía haber cargado sobre sí la condena de la máxima reducción a contados ámbitos domésticos y la dudosa función de alimentar al mito de forma sempiterna.

Hoy, felizmente, hablamos de una lengua, no libre de dificultades y problemas, pero sí pujante, moderna y joven. Hablamos, que ya es hora, del antimito, de la realidad. El euskera, hoy, es una lengua con literatura, con autores en la primera línea del panorama europeo. Es una lengua traducida a más de veinte lenguas del mundo, una situación inimaginable a la luz de nuestros antecedentes históricos, y que no cesa de recibir literatura y contenidos del resto de las lenguas.

Toda esta labor resulta impensable sin el liderazgo de ciudadanos guipuzcoanos y donostiarras que a finales de los sesenta -cuando se armaron los cimientos y se establecieron las bases de la unificación del euskera-, impregnaron el empeño con un sello urbano casi inédito hasta entonces. Abordaron la creación literaria, plástica y musical con ímpetu e ilusión juveniles, que a la postre han marcado la trayectoria vital de varias generaciones, con la inconsciencia de emprender una, hoy, feliz aventura, rayana la insensatez, que cualquier cálculo riguroso de las posibilidades de fracaso hubiera desaconsejado.

Un testigo y protagonista central de esta trayectoria y de estos acontecimientos es el escritor donostiarra Ramon Saizarbitoria, aquel joven a quien entre otros cometidos le correspondió ocupar el campo de la literatura. Inició su andadura emulando a los escritores del nouveau roman francés, y acabó consagrando su actitud vital, más allá de su profesión de sociólogo, a la literatura. No importunaré al lector detallando su currículum, pero sí recordaré que su obra es la cumbre de la literatura en euskara y su trayectoria literaria es la de un hombre fuertemente comprometido con la literatura, con la sociedad en que vive y con los problemas que nos acucian desde su inicial Egunero hasten delako hasta su fascinante y, de momento, última La educación de Lii.

Pero Ramón Saizarbitoria, que va a recibir en diciembre la Medalla de Oro de Gipuzkoa, no lo hará sólo por su contribución a la modernización de la literatura vasca y su aportación a la renovación de la novela en euskera. Lo será también por su compromiso con Euskadi desde la cultura y desde la lucidez, con el país que nos ha tocado vivir, con esas generaciones de vascas y vascos que vivieron el infierno de la posguerra y la dictadura, que conocieron la Transición, que sufrieron con ETA y hoy descubren la sencillez cotidiana y maravillosa de la paz.

El ciudadano Ramón se ha rebelado siempre contra la simplificación en etiquetas, y se revuelve incómodo contra la clasificación de los vascos en función de sus categorías ideológicas. Nacionalistas o españolistas, esas fronteras simbólicas que muchas veces terminan por desmontar o deformar la sinceridad de las relaciones humanas que tanto ha narrado en sus trabajos. Esa división ha devorado por dentro en a menudo a muchos ciudadanos vascos que sienten en su propio mosaico vital un puzzle de contradicciones no resueltas y de emociones y sentimientos encontrados.

También homenajeamos a Saizarbitoria por su reflexión sobre el bucle de la identidad. Es evidente que no podemos renunciar a la identidad porque la identidad forma parte de la vida y mutilarla en aras de una supuesta racionalidad resultaría aberrante. Pero sí podemos ser más conscientes de los mil matices que a veces la enredan y la pueden convertir en una coartada asfixiante. Solo la identidad en libertad es capaz de romper las cadenas del prejuicio, del miedo o de la estigmatización. Porque a veces se hace necesario poder escapar de lo 'pesado' que es, como suele apuntar Ramón con sorna, ejercer de ‘vasco'; y añado yo, las 24 horas del día, y dar explicaciones por ello, incluso a quienes no las piden.

Nos gusta ese Ramón Saizarbitoria contenido y humilde, espíritu guipuzcoano y donostiarra en esencia,  y una talla gigantesca como lúcido retratista de nuestra sociedad y sus paradojas. Nos gusta su espíritu libre y heterodoxo, su sincera transversalidad, su condición intelectual sin imposturas artificiales ni arrogancias de salón. Nos gusta ese perfil del escritor que siente pudor en decir que es escritor, el literato que cruza el puente del Kursaal como una metáfora de su vida; un ciudadano que cree infinitamente más en los puentes que en las trincheras y que pasea junto al mar, el océano de la palabra, el arma más valiosa del hombre que nos hace sentirnos libres y dignos.

Como Diputado de Cultura me siento obligado a manifestar públicamente mi alegría porque el Gobierno foral haya decidido reconocer con la medalla de oro, por primera vez, a un gran ciudadano y novelista. No habremos saldado así la deuda que nuestro territorio ha ido contrayendo con Ramon y su generación, pero es necesario que conste el empeño y quede marcada nuestra voluntad en el futuro.

  

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