En muchas religiones, el primer hombre está hecho de arcilla por un ser divino, algo que representa perfectamente la importancia que tenía la alfarería.
Aunque se pueden hacer muchas cosas la arcilla (las variedades de tejas y ladrillos son fundamentales en la construcción), lo más conocido es la alfarería y la fabricación de todo tipo de envases. En Gipuzkoa hay buena arcilla, pero históricamente ha habido pocos alfareros; el último alfarero tradicional de Gipuzkoa fue Gregorio Aramendi, de Zegama. Las tejas y ladrillos también eran fabricados a menudo por trabajadores procedentes del País Vasco francés o de Asturias. En estos casos normalmente se trataba de contratos temporales, firmados por ayuntamientos o particulares, en los que se determinaba dónde y cómo se obtenía la materia prima y el combustible y a quién correspondía la producción.
Es cierto que la arcilla de nuestro entorno era buena para hacer todo tipo de vasijas para el almacenamiento cántaras, jarras y líquidos; pero no para el fuego: "al ponerse al fuego se sabe cómo es el recipiente" dice el refrán, convirtiendo el problema práctico en metáfora. La mayoría de las ollas de Gipuzkoa habían sido elaboradas por mujeres y provenían de las provincias de Zamora y Valladolid: los alfareros guipuzcoanos las compraban allá, las traían, les daban un esmalte blanco y las vendían.
En Euskadi los alfareros eran hombres. Cuando parecía que la profesión estaba a punto de desaparecer, una mujer, Blanca Gómez de Segura, decidió formarse con José Ortiz de Zárate y se convirtió no sólo en alfarera sino en la maestra de generaciones posteriores. Entre las piezas que fabrica, quizá la más emblemática sea el cántaro vasco, el que se utilizaba para traer agua y se ponía sorbe la cabeza.
En el barrio Ollerías de Elosu (Álava) se puede visitar tanto el taller de Blanca como el museo.